Se levanta a las seis de la mañana, prepara café y enciende el primero de los quince cigarrillos que fumará en el día para calmar su angustia. Cuando llegó la pandemia a Chile, Marta Urzúa, de 63 años, tuvo que tomar una decisión difícil: dejar de pagar las cuentas de luz, agua y gas, para poder comprar comida. A mediados de agosto de 2020 se aprobó una ley que evitó el corte de servicios básicos durante la pandemia, sin embargo, la deuda se ha acumulado y en algún momento la tendrá que pagar. Antes tenía un trabajo adicional, pero el confinamiento se lo quitó, y la jubilación que recibe no es suficiente para sobrevivir.
¿La culpa? Un sistema de previsión social impuesto en dictadura militar que prometía que si las personas aportaban a su cuenta cada mes, se jubilarían recibiendo casi el mismo sueldo que ganaban cuando trabajaban. Marta cotizó los 36 años de su vida laboral —sólo tuvo una pausa de un año cuando estuvo desempleada—, pero el sistema no le cumplió: en su trabajo ella ganaba un promedio de mil dólares mensuales y hoy recibe una pensión de 240. Con eso, no alcanza a llegar a fin de mes. “Todo lo que prometieron fue mentira y todos les creímos. Yo empecé a trabajar con el sistema AFP y creí que iba a recibir el 100% de mi sueldo, pensé que iba a poder vivir tranquila”, cuenta.
Marta no tuvo hijos ni se casó. A los 22 años falleció su papá y ella dejó todo de lado para trabajar. Se entregó por completo a su madre, hoy de 92 años, quien recibe una pensión aún menor que ella: 186 dólares. Comparten una casa llena de plantas, donde también vive su hermano, quien está cesante. Los tres tienen una salud debilitada: su madre es hipertensa, ha sufrido dos infartos, y tiene una enfermedad pulmonar obstructiva crónica y un 10% de demencia senil; su hermano tiene problemas cardiovasculares, y ella ha sido operada dos veces por hernias, además de tener tendinitis. Hoy Marta se siente ahogada, cansada por estar a cargo de ambos, y a veces arrepentida por haber dejado sus sueños. “El trabajo te comienza a absorber. Al final quedé sola con mi mamá y no la podía dejar”, lamenta.
Los tres se mantienen con las pensiones de Marta y su madre, y el dinero extra que ella sea capaz de conseguir. Antes de la pandemia, iba todos los sábados a un mercado a vender ropa usada, los lunes y viernes a cuidar a una amiga recién operada, y los jueves a hacer aseo donde una vecina. En su tiempo libre armaba figuras de cerámica en frío, que luego vendía para navidad. Pero con la emergencia sanitaria todo se detuvo y dejó de recibir ese dinero. La única ayuda que ha recibido por parte del Estado es un bono de 135 dólares para los jubilados con renta vitalicia.
Para hacer frente a la pandemia, el Gobierno permitió que los pensionados retiraran parte del dinero que tenían en las AFP. Pero aquellos que tienen una renta vitalicia, como Marta, no pudieron hacerlo. Al momento de jubilarse, le entregaron sus ahorros a una aseguradora a cambio de una renta de por vida y eso hizo que dejaran de ser dueños de sus ahorros. Quizás por eso, cuando dan las noticias en la televisión, Marta cambia el canal para ver una película romántica. “Estamos con las dos jubilaciones, y yo veo que no me alcanza. Necesito que termine esto pronto para poder trabajar de nuevo”, dice con angustia.